“No puedo vivir así no puedo seguir así. Ese acoso continuo. / Ese cosquilleo en el estómago. Esa desazón. / Las cuentas del banco en números rojos / hipotecas / las letras devueltas /demandas / la luz / el teléfono / el agua / Hacienda / pagarés / recibos”.
Pero la única carga que aparentemente lleva es una bolsa de Ultramarinos Contreras.
“Cuarto kilo queso en lonchas y siéntese en esa silla señora Isabel y repose y deje pasar el tiempo y si no tiene dinero traiga que se lo apunte en esta libreta con tapas de cartoné”. / “Cuando cierren los Contreras, soplarán extraños vientos en el barrio”.Sí, como he dicho, es un hombre cualquiera, nadie del otro jueves. Un homo-SOFApiens, amo de “un mundo Renault” que hace “ese tipo de cosas que hacemos los humanos”: se busca “en las veredas del Google” y después, mientras espera que no se agote el saldo de su Nokia, condenándole a muerte, deja fluir la vida arrellanado viendo pasar el mundo por las ventanillas de su sofá.
“Siempre hay algo maligno que hacer despatarrado en un sofá.”
Pero entonces te das cuenta. Mientras esperas a que se ponga en verde el muñequito del semáforo para que ambos sigáis vuestro camino, te fijas en su pelo, en su rostro, y decides que aquel hombre te recuerda un poco al capitán Spock. No sabes bien por qué, quizá porque, ahora que lo observas detenidamente, no parece ser de este planeta. Es como si tratara de ocultarse, como un camaleón, camuflado al otro lado del satélite. Como si, en sus esfuerzos por volverse uno más, hubiera sobrepasado el límite y de tan humanamente humano no pudiera ser otra cosa que un genuino extraterrestre. Ese tipo que –ahora ya lo sabes, es una certeza– está sólo en la luna, en realidad procede de un planeta lejano en el que es obligatorio guardar luto en las uñas por los grillos muertos, donde uno puede hablar con el microondas y el llavero electrónico del coche y donde “amor” es tan sólo una palabra y matar unicornios es un delito penado en el código treinta y un mil trescientos trece.
Y tras la epifanía se produce el milagro. Aquel hombre cualquiera se sube a un escenario y se transforma en FERNANDO MANSILLA (en Efe eMe), frecuencia modulada de una voz que todo lo inunda convirtiendo al Leonard Nimoy de mi semáforo en un transfigurado Leonard Cohen charnego que despierta pasiones y es capaz por igual de llenar un teatro y una sala de rock, de hacer grafitis con sangre de sus venas, y conspirar contra sí mismo mientras despliega toda su Literatura de baile.
Ahora ya comprendo aquello que escribió Alicia Cifredo: “Mansilla: el actor, el autor, el músico. El poeta, el rapero, el dramaturgo, el cuentista, el novelista, el clarinetista; el artista de calle, de grandes y pequeños teatros, de bares, de barras, de aseos, el artesano; el locutor, el narrador, el recitador ,el adicto a la vida y a la muerte, el abstemio, el borracho; el diletante, el elegante, el santo, el hijo de perra, el eterno ilusionado, descubridor y conquistador; el maldito, el laureado, el consagrado; el hermoso, el feo, el íncubo y súcubo, siempre ángel y diablo, el divino mortal”. “Superviviente de todas las movidas, de todas las contraculturas, de todas las drogas, de todos los premios y de todas las subvenciones, de todos los programas de rehabilitación” .
Escuchar a Mansilla es una experiencia que no admite vuelta atrás: es imposible quedar indiferente. Sus espectáculos, repetidamente premiados (Tiene entre otros el Premio de Teatro Hermanos Machado, el del Festival de Otoño de Salas de Teatro alternativo de Madrid, el Maximino de Honor, el Escenarios de Sevilla, y al Mejor Espectáculo en Málaga) sus espectáculos son, digo, el cóctel perfecto entre jazz y cabaret, música y teatro, excelencia interpretativa y máxima economía de recursos escénicos. Y en la base de todo ello, en el esqueleto de ese cuerpo total que es su obra, dentro y fuera de escena, está la poesía. Una poesía rítmica, vitriólica, cargada de ironía, que siempre da en el clavo y hace que se nos pinte una sonrisa de esas de medio lado, porque, como si nada, sin darse la menor importancia, fijándose en lo más intrascendente, Mansilla trasciende y pone el dedo en la llaga de las angustias, esperanzas y desvelos de nuestra sociedad y se burla de todos y de todo.
Se da la curiosa paradoja de que, hasta ahora, Fernando Mansilla era uno de los escritores de culto más premiados y aplaudidos sin haber editado nunca un libro. Volver a sus palabras era una carrera de obstáculos: o buscabas el modo de repetir la experiencia de escucharle en directo acompañado de sus ya inseparables Espías (los músicos Luis Navarro y Javier Mora), o rastreabas el globo a la caza de alguno de sus discos de indiscutible éxito en cuanto a crítica pero de extremadamente precaria distribución. La experiencia de la lectura, con lo que tiene de asimilación, de alimento interior, de reelaboración propia de las palabras del autor asimilándolas a nuestra propia vida, esa, nos estaba vedada, porque, sencillamente, no existía libro alguno. Hoy, por suerte, Cangrejo Pistolero Ediciones ha reparado este imperdonable fallo de la literatura y nos pone en bandeja la oportunidad de disfrutar de la mordacidad burlona y certera de Fernando Mansilla, gracias a esta colección de “Poemas para la NO posteridad” ilustrados por Antonio Gª. Villarán, que son como una especie de greatest hits del autor, una selección de los textos más significativos de sus diferentes espectáculos: “poemas mortales, condenados a morir mientras son leídos, escritos por si acaso, por si no hay futuro, por si no existen los espíritus, o por si resulta que al final la poesía no es eterna”.
Poemas, sin música esta vez, que se ofrecen vírgenes a quienes todavía no hayan tenido la ocasión de escucharlos en la profunda y hermosa voz del hombre que los escribió, pero que guardan dentro los ecos de su personal tesitura para quienes, como yo, como ustedes –algunos desde hace tiempo otros desde esta misma tarde–, tenemos placer de conocer en persona a Fernando Mansilla.
Fuente: EL VALS DE LOS ELEFANTES
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