Por Javier Gato
Luis Gámez acaba de publicar bajo el sello de Cangrejo Pistolero Ediciones su traducción de Hongos de Yuggoth, poemario de H. P. Lovecraft. En él, el escritor despliega a lo largo de treinta y seis sonetos una sucesión de visiones de un universo personal, claramente vinculado a su obra narrativa, que encierra debajo de una densa capa de simbología onírica el deseo morboso y a la vez el miedo atroz de la voz lírica de adentrarse en lo profundo del inconsciente, en las simas de su perturbadora y posible monstruosidad.
Las visiones a las que me voy a referir en especial son aquellas que sufre el poeta cuando, tras haber encontrado un misterioso libro, recibe la visita de un demonio que le va a guiar por un locus horribilis donde todos los elementos de la composición parecen apuntar al área más marginal y oscura de la psique, donde perviven reprimidos los impulsos más irracionales. El itinerario guiado por un demonio por «el lugar donde florece el significado de la belleza» nos recuerda forzosamente a otro itinerario, el de El diablo Cojuelo de Vélez de Guevara, por el interior de las casas del Madrid barroco y, por tanto, por la vida íntima de la ciudad, por su intrahistoria. Por otro lado, el motivo del guía sobrenatural que acompaña al héroe en su descenso a los infiernos (símbolo inequívoco de lo inconsciente) se repite continuamente a lo largo de toda la literatura occidental: Tiresias guiando a Ulises, la Sibila a Eneas, Virgilio a Dante y, con una intención claramente paródica, el romanceril Montesinos a don Quijote.
Es interesante destacar el rasgo temporal del cronotopo que induce a y en que se desarrollan las visiones: el crepúsculo, instante del día exaltado desde el Romanticismo como frontera entre dos mundos o regímenes (en la terminología antropológica de Gilbert Durand): el diurno y el nocturno, régimen este último que constituye el imperio de lo femenino, de la introspección, del inconsciente. El ocaso, así pues, como transición entre la realidad consciente y la inconsciente, como tiempo de la suprarrealidad a la que, pocos años antes, declaraba encaminarse André Breton en su primer Manifiesto surrealista. El poeta y su demonio particular (su genio) penetran en los «acantilados huecos» de la psique en busca de esa lámpara cuyo aceite constituye la chispa prístina, la magia primitiva y quizá cósmica, divina, que lo une con el macrocosmos en una nueva muestra de la panteísta Naturphilosophie romántica. Sin embargo, el imperioso anhelo de adentrarse en la caverna interior y de alcanzar un autoconocimiento suprarreal se salda siempre en un ataque de pánico ante la contemplación de lo que de monstruoso habita dentro de nosotros, aspecto este que se manifiesta en sombras amenazantes, serpientes, bestias, pájaros manchados de barro (pensamientos «sucios»; al menos desde San Agustín, el ave ha venido siendo símbolo del pensamiento y la imaginación) «criaturas, negras, astadas y esbeltas» infernalmente caracterizadas (con todo lo que representan, por otra parte, de sexualidad reprimida e inconfesable) que arrastran al poeta a «mundos grises ocultos en / las profundidades de un pozo de pesadilla». Criaturas estas arcanas, cuasi esfinges, sin rostro (desconocimiento de sí mismo) o sin manos ni cabeza (desprovistas de las herramientas con las que dominar el entorno, lo cual remite a la represión de las propias pulsiones).
Lejos de concebir la liberación del hombre en que confiaba Breton, el autoconocimiento suprarreal para Lovecraft es necesario pero a la vez fatal: Seth Atwood se suicida y el joven Eb enloquece cuando ambos descubren lo que hay en el fondo del pozo que han cavado en su psique, que es la psique del poeta que se proyecta en dos personajes («El pozo»). El autor muestra un claro miedo obsesivo a volverse loco, a que el inconsciente invada la consciencia. Quizá porque Tiresias profetizó que Narciso viviría largamente solo “si no se conocía a sí mismo”; quizá porque Lovecraft sabe que el autoconocimiento exige la muerte del individuo, ya sea esta literal o figurada. Como el descenso al pozo, la entrada del yo poético en una casa y el dirigirse a cierto cuarto oscuro, o a cierta ventana sellada, o a la parte trasera de la vivienda (metáforas del inconsciente usadas por el propio Cortázar en su cuento «Casa tomada») son otras alegorías de la autoexploración psicológica. Autoexploración ante la que confiesa quedar «maravillado» (con todo lo que estaba significando la «maravilla», al otro lado del Atlántico, para los surrealistas y para Franz Roh, que en su libro Nach Expressionismus: Magischer Realismus aporta las claves de las que surgirán lo real maravilloso de Carpentier y el realismo mágico hispanoamericano) y con la que logra hallar, a pesar de «los albañiles» (el Superyo), «los mundos salvajes / de los que me habían hablado mis sueños».
En otras ocasiones, el anhelo de conocimiento se proyecta hacia lo superior, hacia el superconsciente: es esta mi interpretación de las recurrentes estrellas cuya luz suele bañar yermos umbríos o del ascenso de la montaña («El puerto»; no olvidemos todas las montañas sagradas de las diversas mitologías y tradiciones esotéricas: Olimpo, Himalaya, Sión, el Monte de Perfección de San Juan de la Cruz, etc., puntos de encuentro entre el mundo y el ultramundo), desde la cual se divisa amenazante un velero blanco (la muerte, como el barco fúnebre de la mitología escandinava y la barca de Caronte) y la ciudad (el mundo material, el plano consciente) convertida en una vanitas sin luz ni vida.
Pero la montaña, la ladera de los sueños lovecraftianos adquiere una significación adicional desde el punto de vista de las pulsiones sexuales reprimidas por el Superyo. La montaña es también un símbolo de las enigmáticas fuerzas telúricas que, por consiguiente, se enmarcan junto con el mar, la lluvia, formas redondas o con forma de útero (campanas, pozos), etc., dentro del régimen nocturno, reino del inconsciente pero también de lo femenino. Es interesante comprobar que, a partir de «La colina de Zaman», en que una montaña se traga ciervos (símbolo viril), pájaros mutilados y niños (pensamientos sexuales reprimidos) y hasta un pueblo entero, muchas visiones muestran una ciudad llena de torres y agujas fálicas amenazadas por peligros naturales, salvajes, irracionales. Por no hablar de la influencia que ejerce sobre este tema el arte romántico, a partir del cual la figura humana deja de ser la medida de todas las cosas y se empequeñece ante el abrumador colosalismo de la naturaleza indómita (véase cualquier pintura de Caspar David Friedrich). Hay que tener en cuenta que bajo él subyace una posible fobia a la castración por parte de la mujer, hipótesis que no parece del todo desdeñable si revisamos en la biografía de Lovecraft el peso que en su vida tuvo su gélida y despótica madre.
En un poema, sin embargo («Los jardines de Yin»), Lovecraft aparca el pánico a sus profundidades personales y no nos pinta el plano inconsciente como un locus horribilis sino como un idílico locus amoenus debidamente descrito con abundantes imágenes ascendentes y edénicas. ¿Y si tras el «muro» que impone el Superyo no se hallase el caos y lo monstruoso, sino la pureza, el Paraíso? ¿Y si los sueños no fueran viajes a un pozo, sino arietes para romper «aquel laberinto» (símbolo mítico del viaje de retorno al paraíso presente en innumerables culturas y tradiciones) y acceder a la bienaventuranza? Pero fatídicamente, el muro siempre vuelve a alzarse, causando frustración. El Paraíso sigue perdido, y el poeta se siente inmerso en la angustia de la caída, del desamparo, actitud que hereda Lovecraft del titanismo/satanismo romántico que exalta las figuras de Lucifer, Prometeo, Caín, el marginado, etc., y con la que, sin saberlo, se adelanta a la posterior náusea como estructura esencial en el hombre de los existencialistas.
HONGOS DE YUGGOTH. H.P. Lovecraft. Traducción de Luis Gámez. Cangrejo Pistolero Ediciones, 2011
Fuente: Mama Juana
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